Por el Padre Tadeusz Pacholczyk
Cuando doy alguna plática sobre las decisiones de fin vida, a veces al concluir se me acerca alguien del auditorio con algún comentario más o menos así: “Sabe, Padre, mi mamá murió hace seis años, y viéndolo ahora en retrospectiva, no estoy seguro si las decisiones que tomamos mis hermanos y yo en cuanto a su cuidado fueron las correctas”. Comentarios como éste nos recuerdan que las circunstancias en torno a la muerte son importantes no sólo para la persona que fallece, sino también para los que se quedan.
El “bien morir” generalmente implica la confluencia de muchos elementos: morir rodeado de nuestros seres queridos, preferentemente en el hogar o en un ambiente de casa hogar para cuidados terminales; recibir el tratamiento adecuado para controlar el dolor; tener los tratamientos médicos razonables (evitando aquellos injustificadamente pesados); estar en paz con la familia y amigos; estar en paz con Dios (y recibir los últimos sacramentos); y unirnos con Cristo en su momento de sufrimiento.
Cuidar de aquellos que padecen y sufren nos enfrenta a un doble reto: tomar decisiones éticas por ellos en cuanto a sus tratamientos, y asegurarles un ambiente que los apoye y enriquezca humanamente mientras se acercan a sus últimos días y horas.
Al brindarle a la persona próxima a morir un entorno de dedicación y esmero le ayudamos enormemente a superar sus sentimientos de aislamiento.
La Hermana Diana Bader, O.P., nos describe muy bien el reto de hoy en la atención médica:
“En épocas pasadas, el morir era algo que se enfrentaba en comunidad. Los más allegados al paciente hacían ministerio de diversas maneras: lo cuidaban y oraban con él; lo escuchaban, conversaban, reían y lloraban con él. En solidaridad, la comunidad siempre cercana y siempre unida, se hacía cargo de la dolorosa experiencia. Hoy en día, debido a la excesiva dependencia de la tecnología médica, la muerte ha pasado a ser considerada cada día vez más como un fracaso de la ciencia médica. Los pacientes terminales institucionalizados se sienten alejados del calor humano y de la compasión, privados de la presencia humana por la tecnología que domina en el ambiente institucional, que es donde se viven casi todos los momentos particulares del proceso”.
Proporcionar un ambiente humanamente enriquecedor a quienes están enfrentando la muerte significa explícitamente poner atención a la presencia y contacto humanos, aun en medio de la abundante tecnología que pudiera estar alrededor del paciente.
Por ejemplo, gracias al impresionante desarrollo de las sondas alimenticias, el nutrir e hidratar al paciente que tiene dificultad para ingerir su alimento oralmente, se ha convertido ya en cosa relativamente simple. Estas sondas, particularmente cuando se insertan de manera directa en el estómago, son un medio altamente efectivo para asegurar la nutrición e hidratación de los pacientes en diversos tipos de instituciones.
Sin embargo, la facilidad de inyectar al estómago el alimento y los líquidos con esta sonda significa que después de cada inyección el personal médico puede pasar rápida y eficientemente al siguiente paciente, descuidando tal vez la necesidad humana misma de acompañamiento. El personal tal vez prefiera la eficiencia de estas sondas, pero el contacto humano quizá se reduce con este proceso.
Si el paciente puede todavía ingerir oralmente pequeñas cantidades de alimento, sería preferible alimentarlo manualmente en lugar de recurrir a la sonda. Al dedicar tiempo, esfuerzo y amor alimentando con la mano a otra persona estamos propiciando un contacto humano muy valioso, mismo que no debiera sacrificarse en un afán de mecanizar la atención médica o de ahorro económico.
Con esta atención dedicada de nuestra parte por ser verdadera presencia hacia quienes enfrentan la muerte estamos manifestando solidaridad humana, reafirmamos su dignidad de personas, expresamos benevolencia y mantenemos el lazo de comunicación humana con ellos. Esto también los ayuda enormemente a superar su sentimiento de soledad y el temor de ser abandonados.
Tener compasión hacia los que sufren es mucho más que sentir lástima sin apego. Más bien, es una verdadera voluntad de entrar en su situación. La palabra compasión (de las raíces latina y francesa com “con” y pati “sufrir”) significa “sufrir con”, sufrir junto con, participar en el sufrimiento.
El Papa Benedicto XVI dejó muy en claro en 2007 la importancia de la compasión, al escribir:
“Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. … En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. … La palabra latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un « ser-con » en la soledad, que entonces ya no es soledad”.
Sufrimos junto con nuestros seres queridos, conscientes de que interiormente parte de nosotros también sufre y muere cuando alguien a quien amamos sufre y muere. Nuestra comunión con ellos en cuanto humanos y nuestra solidaridad en sus sufrimientos nos conducen invariablemente, tanto a nosotros mismos como a los que se nos adelantan, a participar del misterio y la gracia del bien morir.
Imagen: Ciencia y Caridad por Pablo Picasso (Public Domain, Wikiart)